- Óscar Bartolomé PoyFundador del ParnasoGenerador de debatePremio a la participación activa en el foroInsignia de oroDistinción al poeta que obtiene el reconocimiento de los demás compañerosPopularidadGalardón al poeta cuyos temas gustan a la comunidadMirmidónVeterano del foro
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Historia de una almohada
Vie Jun 19, 2015 2:11 pm
La amaba con un amor casto y sincero. Todas las noches se abrazaba a ella en la cama y le contaba, entre lágrimas agradecidas y susurros confidentes, sus tribulaciones del día ya vencido. Ella le escuchaba en silencio. Nadie sabía escuchar como ella. Jamás le interrumpía ni profería una palabra baladí. Tan sólo escuchaba. ¡Y qué manera de escuchar! Se envolvía en un silencio absorto y concentrado, y no hacía ningún gesto ni comentario inapropiado. Con los oídos siempre aguzados y atentos a una confesión de medianoche, ni siquiera pestañeaba. Siempre la encontraba tumbada en la cama. No se movía de allí. En verdad que era un poco rara esta costumbre, pero no tenía reproches hacia ella, pues ¿cuál, de entre todas las mujeres, era tan buena, cariñosa y comprensiva? Qué importaba que fuera un poco perezosa, si, por lo demás, era un ángel, todo candor y bonhomía. ¿Y quién no tiene manías? Su molicie no le molestaba en lo más mínimo; antes bien, le provocaba un dulce sopor, como una relajación de los músculos y de los sentidos. Con suave ademán le invitaba a recostar la cabeza en su regazo y desahogarse, mientras ella, siempre silente, le ofrecía su cuerpo blando y mullido. Nunca encontró mayor comprensión en mujer alguna. Ni una queja, ni una pizca de egoísmo. Ese: hablemos ahora de mí que tú ya has hablado mucho, o: voy a fingir que me importan tus problemas, pero acaba rápido que quiero irme a dormir. Podía pasarse horas y horas escuchándole sin rechistar, y no le importaba que la despertara en lo más profundo del sueño o en la hora más intempestiva de la noche; su paciencia era infinita; así también su empatía, y nunca se cansaba de escuchar; antes al contrario, él se quedaba dormido en su vientre muelle y liso mientras las palabras se le apagaban en la boca como un cigarrillo. ¡Oh, aquello sí que era amor! ¡Qué generosidad, qué entrega, qué manera de velar el sueño del amado! Incluso se preguntaba si alguna vez dormía, porque siempre que abría los ojos allí estaba ella, despierta, mirándole con una ternura casi maternal. Aquello era un poco turbador, lo admitía, pero lo cierto es que al día siguiente se despertaba más animado y cargado de energía, como rejuvenecido. No sabía qué tenía ella que a su lado siempre le venía el sueño, y era un sueño reparador, como el de un bebé –aunque los bebés lloran y se despiertan en mitad de la noche, así que su sueño no debe de ser tan balsámico como dicen–. Sólo le encontraba un defecto: a veces, cuando le hablaba y esperaba una réplica, ella simplemente callaba, y entonces tenía la sensación de que le estaba dando la razón como a un tonto o a un loco. Y se preguntaba si aquél era un silencio sumiso o burlón. Pero qué importaba aquella menudencia cuando en todo lo demás era tan adorable. Después de todo, él creía a pies juntillas en aquello de te querré por tus virtudes, pero te amaré por tus defectos.
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