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Miér Nov 10, 2021 8:19 pm
Aquí estoy, absorto sobre los andenes del metro. Delante, detrás y a los lados me rodean personas que no conozco, a las que seguramente, nunca volveré a ver, o al menos, esa es la sensación que tengo, sobre todo ahora que se acerca, cada vez más angustiosamente, el vagón al que debo subir. Me preparo para la hecatombe humana que supone la apertura de estas puertas, miro a un lado y a otro, me fijo en la agotada cara del hombre que está a mi izquierda. Pierdo la orientación. No para de rondarme por la cabeza que es lunes, uno más, en el que mis pocas fuerzas se agotaran, con suerte al final de la mañana. Me sigue sorprendiendo cada día más como los hombres se compadecen con la mirada, como se juzgan y entienden, como se hunden, y sobre todo, como gritan, gimen y aúllan como un pobre animal enfermo que naufraga en el lodo. Es increíble como la mayor literatura no está escrita en papel, goza de un carácter inmaterial. Ciertos momentos como estos podrían ocupar ya no simples selvas de hojas blancas, sino el rugoso tacto del pellejo humano. Todos los hombres, aún sin quererlo, tienen escrito sobre sí más literatura que cualquier civilización humana. ¿Quién no ha recorrido su vida en el corto trayecto diario?, es quizá el único momento del día donde nuestra mente se libera de toda atadura, donde nuestros ojos, translucen el pensamiento más interno que tenemos, hondo y escondido. Es realmente el momento más duro del día, donde juzgamos como tribunal insensato los designios de nuestra vida, desde la mundana decisión sobre la que pivotan dudas insensatas, hasta la última rebanada de aliento que arrancamos de nuestro cuerpo. Puede ser esta la razón por la que lo paso tan mal en estos pequeños viajes carentes de importancia, lo cual durante un tiempo tuvo bastante lógica. Sin embargo, todo esto ha perdido el sentido. Incluso la desazón humana, esa terrible tristeza que antes colmaba mi mente como un agrio vaso de vino, ha desaparecido. No puedo saber que ha ocurrido exactamente, no tengo la llave de la psicología humana, seguramente nadie la posea. Siempre me había preguntado, desde pequeño, si era posible vivir sin felicidad, esto es algo que descubrí a pronta edad, y que la mayoría de los hombres sufren, pero lo que nunca pude imaginar sería abandonar totalmente los goces del paladar mental, el suave tragar cuotidiano de los dulces y agrios manjares que nos da el tiempo. Olvidar a sentir quizá fue lo más duro, abstenerse del vivir más elemental, subsistir como cuerpo, porque sí, físicamente estoy aquí, sentado en un banco frío de madera, rodeado de gente, pero abandonado como ser, como sujeto vivo y consciente, vivir como vive el viento y el sol, como el mar y la tierra, vivir porque estoy vivo, me funciona el corazón, hasta hay momentos en los que llega a latir, pero vivir castrado de todo sentimiento, inclusive la más negra penumbra del alma humana. Cada vez, conforme van pasando los días, me siento como un pobre famélico, que poco a poco se va desmigando como un trozo de pan olvidado en los más hondo de un cuenco sucio y dentado, olvidado y maltratado. Pero no por nadie, que suerte sería la de los hombres el poder hallar soluciones a los problemas con un simple nombre, quizá dos apellidos, unos rasgos y una voz inconfundible, pero no, las soluciones no se encuentran. Ni una pequeña escalera, una puerta, algo, no hay nada más que los viejos railes por donde circula este viejo tren. Creo que ya me he decidido a levantarme y subir a alguno de estos vagones. Veo a los demás, aunque no reconozco a nadie, es extraño, creí haber visto alguna gente conocida, pero ahora estoy empezando a dudar, es difícil volver a coincidir con alguien por aquí, y eso que llevo toda una vida sin poder salir, o por lo menos eso me ha parecido. Realmente, creo que he perdido la sensación del tiempo, ya no recuerdo como entré, quizá hubiera una escalera, una puerta o un pequeño elevador, pero no lo encuentro, no se dónde estoy. Quiero salir de aquí, grito como un niño que ha perdido a su madre, gimo de exasperación, un sonido largo y fino como el llanto de un crio, no sale de mí, se reproduce cíclicamente cada vez que uno de esos vagones se acerca. La gente ya ha abandonado los bancos, comienzan a chirriar las vías metálicas, busco con la mirada algo que pueda decirme a donde va, es la primera vez que levanto mi cuerpo de la seguridad del banco, observó la estación, no encuentro nada, no hay carteles, ni horarios, tampoco más vías, solo una, por donde se acerca, tranquila y pausadamente, aquel tren.
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