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Óscar Bartolomé Poy
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Todas las chicas guapas saben cantar (Crisi IX) Empty Todas las chicas guapas saben cantar (Crisi IX)

Lun Jun 15, 2015 11:04 am
Después de tantas escalas y transbordos y turbulencias –París bien vale una misa–, ahora estoy en tierra de nadie, envarado en la ataraxia, como un árbol de secano o un corazón en barbecho. Pero sé que pronto volverá a manar el agua por mis acequias, y seré otra vez vega y regadío, porque mi amor es infinito y gerundio, más amando que amar. (Aunque también sé que nunca amaré a nadie como a ti, pues eres eterna en mi tristeza, y las espinas que oprimen mi corazón y drenan mi sangre son tus colmillos.) Soplo las cenizas del orgullo satisfecho, y sólo me quedas tú, inmensa como un códice medieval o una catedral gótica, hermética como una carta lacrada.

Los muertos vagan desorientados por la calle del adiós. Hay ciudades debajo de las ciudades y más ciudades debajo de la voz. (La conciencia sumergida sale como un escape de gas por el alcantarillado de la voz haciendo temblar la mandíbula.) Mundos de negro carbón. Aletas en la oscuridad y pasadizos de una antigua civilización. Siempre quedan ruinas y vestigios allí donde hubo amor. Los amantes de Sumpa y su abrazo inmarcesible. (El abrazo fósil de los muertos, carbono 14, los sedimentos que deja el amor en cada estrato.) A veces una rata sube a la superficie y guiña un ojo rojo, con más descaro que maldad.

Me gustan esas películas mudas que te cuentan una historia con sólo un puñado de buenas metáforas y bellos encuadres. Me gustan el ángel azul y el conde Orlok. ¿Quién quiere palabras? Tómalas. A mí me sobran.

Los niños no dominan la perspectiva, ni las proporciones, ni la simetría. No saben lo que es el número áureo, ni el trescatorcedieciséis. Para un niño una boa puede engullir un elefante y un elefante balancearse en una tela de araña. ¿Cuándo perdimos la capacidad de asombro? ¿Cuándo todo se volvió rígido, pautado y previsible? Dime cuándo. Porque ahí perdimos la inocencia. Ahí perdimos la virginidad. ¿En qué momento lo onírico de la lectura se desvaneció ante el fuego abrasador de la realidad? Usucapión.

Todas las chicas guapas saben cantar. Por el día cantas como una espumosa ola que tiñe de blanco los guijarros de la playa. Por la noche cantas como un pijama descocado y sin botones. (Y para muestra, un pezón.) Tu voz baila en el filo damasquino de mi espada y se corta en dos orillas de color. La música es el lenguaje de tu cuerpo y tu cuerpo es la cadencia exacta de mi voz, su voluble anatomía. Delineo con mis manos –manos desnudas, de pescador de metáforas– tus caderas procelosas, y te contoneas como la aguja en el gramófono, como el timbre en el vestíbulo (“Dick Laurent ha muerto.”) Punzante. Locuaz.

Te sujeto del talle, y bailas como una peonza en una caja de música, y al girar todos los colores se funden en un solo color, en una sola y bailarina música. Nuestras almas son manchas de colores, botes de pintura. Imposible distinguir el azul del rojo, el morado del fucsia. Imposible distinguir el cielo del mar, su delgada línea, su tenue costura. Mi baile se torna color con el contoneo temperamental de tus caderas, y tu cintura –¡oh, tu cintura!– vuela sola, sin el lazo que le tienden ya mis manos, ora elipses, ora curvaturas; tu cintura es pura música. Bailamos en manchas de pintura manchándonos las pieles como una tribu sediciosa (sed de viciosa), como esas manchas que salpican las paredes blancas y desnudas, como ésas que tiñen de púrpura y violeta la puesta de sol en primavera.

Como el ala de un pájaro azul que roza y riza el agua levantando un murmullo de espuma, así rezan mis labios la oración enfebrecida de tu nombre. Concédeme el honor de este baile, y te regalaré el vestido de tisú bordado en hilo de oro del Sol y el brocado de plata de la Luna, con sus incrustaciones de ágata y lapislázuli y su bruñido paño de aljófar.

Ahora ya puedes doblar mi corazón como una servilleta sin picos y sacudir al suelo las migas. Mi mente está roma, adormecida, y mis pestañas hacen celosía. Ven, no tengas miedo. No hay pulsión de muerte en mis arterias. Y que no te asuste esta luz trémula. Es la luna, que pestañea en mis pupilas con la aceitosa palidez de la cera. Todo lo que ves es lo que soy: una paloma sin alas, una aleta de tiburón –más monstruo que prodigio–. Si me tocas con tus gráciles dedos, erizarás las lanzas de mi ejército de terracota. Y si sientes un hormigueo o un temblor que te sube como un rayo por la espalda, no te inquietes; son mis manos que hacen cabotaje en la costa de tus muslos para escamotear el relente de un orgasmo.

Mi lengua se hunde en tu boca como el cuchillo en el agua, siempre filosa, siempre cortante. Así como mi aliento. Y tus pies se elevan un palmo del suelo, y la tierra blanda tiembla como un ciempiés. Somos dunas de un desierto rojo (un oasis o un espejismo de mar), y rodamos como nubes blancas en la girándula de la tempestad.

Hoy no comulgo con las horas. Basculo centellas y alejandrinos. Murmuro letanías en el agua. Sahúmo malvaviscos. Obturo el diafragma del sol para capturar una mejor fotografía de la horca. Soy un heterónimo de mi sombra; a veces también soy mi sombra o una sombra que se asombra de su cambiante forma. La sombra del cuerpo es el cuerpo del alma. Todas las almas son negras como la noche. Si recortas tu sombra con un arma blanca de espaldas al sol, habrás mordido la cola del perro. Qué difícil es todo. No sé distinguir un espejismo del mar.

Me detengo ante el umbral de tu palabra como una luz nubosa y clandestina. Esta noche mi piel predica un silencio intransitivo, de serpentinas y cascabeles. Llamo a la puerta. Toc, toc. Tu casa se me anuncia con un golpe seco de bastón, de sexo que embiste y arremete. Tu casa es la palabra encendida. (Tu casa es paladina.) Declina mi voz en la apología de las sombras. Menguan los ánimos y los colores; mengua la palabra nunca dicha. Poco a poco me aborta las palabras un silencio espermicida. (El silencio, que ovula en mitocondrias; el silencio, que emascula la vista del ciego y su verdad; ecuánime silencio, nunca antes visto.) El silencio no tiene onomatopeya, pero suena. El silencio suena a órgano de Bach. Tac, tac, tac. Se oye cuando todos los sonidos cesan. La noche es su cuna; el día es su escabel.

Y las palabras en tu boca se suicidan como ballenas varadas en la playa, y Chihiro ya no teme a los fantasmas. Silencio es una apócope de nostalgia. Truco o trato. Trato de hacerme botón en la treta de tu blusa. Tu piel es mi ínsula, mi salvoconducto, mi paso fronterizo. Traspaso penachos de sombras y aretes de mar. No he olvidado la glorieta de tus labios, ni su piedad amoratada. Ayer me dejé el nombre en el perchero. Hoy vengo a recoger la cabeza y el sombrero. Pero ya debo irme. Ando tarde conmigo, y saltan las liebres.

La tomografía de mi lenguaje es un río sin peces. Las palabras, como los langostinos, no tienen gabardina, pero exudan hiel. El instinto obedece a la piel, y las uñas aligeran la carne. Tengo un verso dislocado y un florete (flor de arete) en el tahalí. Cabalgo por la herradura del miedo como un centauro Quirón en el ocaso de su dualidad. (Cabalgo como Juan Sin Miedo en Clavileño el Alígero.) Escribo a galope tendido, blandiendo la antorcha y el relámpago, mientras mi cabeza rechina apriorismos y mis letras se retrepan en el polvo del cojín.

Tengo un as caliente en la rodilla y un calambre en la manga del pie. Sé leer los caramelos de la boca y adivinar el color de las muñecas. A contraluz todo son sombras. Paseo por las cuerdas erizadas del violín. Izo calaveras y esturiones. Me oculto en las pestañas de la luna y duermo en la repisa de un verso incómodo. Abandero la causa de los perdidos. Rodeo los círculos que no tienen sombra y los donuts con agujero. Saco punta a la luz. Navego un alfabeto de fósforos y abrillanto la noche.

Como la bella rosa que el enamorado arranca para prenderla en el pelo de su amada, la belleza puede ser una maldición. A menudo la juventud es una copa que se apura demasiado rápido y que se derrama sin apenas dejar unas gotas de dulzor en los labios cerúleos, yertos. Córtate las trenzas, Rapunzel. Ser dragón es el sueño de toda princesa.

Soy un observador de lunas rotas, y hago anotaciones en mi dietario de nostalgias. (Greguerías vodevilescas, laberintos borgianos.) Los eclipses son voces de un altar mayor. Eres el liderazgo de las olas, su epígono y su corifeo. La noche duele como un ligamento cruzado. Cuando Melpómene ríe, la tragedia se calza los coturnos.

Te miro como a una foto de Chema Madoz. Tienes la cotidianeidad de la poesía (¿o era al revés?). Hay un misterio insondable en tu naturalidad, y me afano por descubrirlo. Pero sé que es inútil. El misterio, la magia, la poesía nunca se revela. Yo soy un virtuoso de la nada, un panfleto surrealista y un disruptor de versos. Soy un taumaturgo de las letras, y saco un saco de poemas de la chistera. Me quiero tanto, y mi voz es tan azul, que cuando escribo tengo para mí un pleonasmo (un pleno orgasmo) y una sinestesia (sin anestesia).

Adoro la luz que descansa en el ajimez de tus pupilas como una odalisca de Ingres o un desnudo de Courbert –sólo yo y los agujeros negros absorbemos la luz–. Adoro tu voz profunda de marejada y tus manos que devanan caricias como husos o ruecas encantadas. Adoro el genitivo contoneo de tu espalda cuando la noche me habla de ciencias ocultas y la oscuridad cae sobre mis ojos como una cellisca o un átomo disgregado. (Y entonces esparzo al sueño los retales de mi indolencia.) Te amo sin paliativos ni concesiones porque tu nombre es el antojo de mi lengua y el amor es mi lengua vernácula. Llevo fuera el corazón, rojo e inmediato, como una flor en el ojal, como una daga sarracena.

Los mares azul turquesa ya no se arrodillan a la ecuanimidad de tus pies, pero la calzada del sol podría rasgar el óvalo de tu mirada con un adusto visaje. Cuando suspiro tu nombre, el silencio no me cabe en los pulmones. Todo el océano me parece pequeño para este besarse sin agua en la boca.

Enséñame a orillar los párpados en la laguna estuosa del sueño, en la luz velada del ocaso –ésa de fino entramado, que finge mosquitera–, y a orzar la voz hacia el mañana declamando un turbión de relámpagos; y a cambio yo te enseñaré cómo chasquear los ríos y remontar las aguas bravas.

Hay un punto irresistible en la forma en que me miras, como si quisieras bailarme las pestañas o caramelizar mi sonrisa. Me miras con los ojos cerúleos, vacíos, extrañamente recortados en papel de aluminio; me miras como una musa de Modigliani. (Y te fuiste como el céfiro por la ventana; y te fuiste como Jeanne Hébuterne.) Tus ojos se desbordan en la noche como depresiones salinas o fosas abisales. Tu mirada tiene la profundidad ensimismada del océano, y como el océano, me habla de tempestades y naufragios; tu mirada me habla de lo que no se puede ver. Yo soy la luz que habita tu mirada, su encantamiento matutino, su fuego seductor. Me debo a tu falta de fe. No creo en nada más fuerte que el dolor. Mañana es demasiado tarde para empezar a creer. Así el cielo caiga sobre la tierra y la tierra bajo el mar se ahogue y muera, que tú vivirás siempre en mí.

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©️ Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.
I loved you like the darkness loves the brightness of a dying star.
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